lunes, 4 de abril de 2011

La pequeña S


Chispas de luz flourescente se clavaban y perforaban la mirada. Las pupilas de neón de esta ciudad agujereaban el cerebro y se adueñaban del alma.
El cielo era claro como un suspiro.
Su sonrisa, fácil como la vida misma.

La pequeña S no podía ser de este mundo. Su felicidad, palpable en su presencia se hacía espesa, díficil de ignorar. Contagiosa.
La pequeña S no podía ser más que una niña demonio. Iba por el mundo con su caja de galletas y los labios pintarrajeados de azul eléctrico. Clavando sus ojillos, de un blanco casi doloroso, en todo lo que le parecía extraño, y eso era casi cualquier chorrada.
La pequeña S estaba sola. No sabía bien si era consecuencia de alguna tragedia casual o simplemente no pertenecía a este planeta. Aunque me decantaba por eso último; hubiera puesto la mano al fuega a que esa fuerza interior no podía ser posible. Al menso no en este mundo condenado al exterminio.
La niña de los labios azules viajaba por calles crueles con una bestia extraña a la que se empeñaba en llamar Ninlil. La criatura era una especie de gato salido del inframundo, con su pelaje de plata ley y ronroneos profundos. No parecía comer ni beber nada, sólo estaba pegada a los pies de la pequeña S, mendingando por el cariño de la niña. Daban vueltas por esa maldita ciudad, sin rumbo fijo ni camino marcado. La vida era fácil así, sin metas. Sólo paseos a medianoche.

El mundo era un lugar extraño e indiferente en esa época. Justo como hoy en día.
Nadie iba a preocuparse por salvar el trasero de los demás, absolutamente nadie; pero había algo en la mirada de la pequeña S que decía que ella sería la excepción de esa regla, que el mundo podía confiar en ella.

Es bueno comprovar que el mundo sigue con sus reglas más fundamentales. Que por muy avanzados que nos creamos todo sigue funcionando a la vieja usanza. Todo está condenado de antemano.

En la mirada incompleta de S ya no se encuentran respuestas, ni mucho menos salvación. Un día, Ninlil desapareció, la fuerza que corroía la tristeza circumdante a S se ahogó completamente. La conciencia se sumía en el vacío y el mundo adoptaba tonos grises desprovistos de esperanza. La pequeña S murió esa tarde de primavera, sin saber bien ni cómo ni por qué.
Todo en lo que habíamos creído murió.

*  *  *  *  *
Odiaba abril. Uno de los meses más nefastos. La luz, jodidamente molesta, me despertó para darme cuenta de que ya era media tarde. Tampoco es que importaran mucho nimiedades como los horarios, llegados a esos puntos de desorganización diaria.
Y aunque el sol pareciera querer perforar la persiana y quemar la piel había algo oscuro colgando en el ambiente.
Entonces la vi.
S estaba en una silla que jamás había visto cerca a mi cama -o al sofá, o donde coño hubiera dormido, en ese momento me veía incapaz de distinguirlo-.
Me prestó una sonrisa cargada en pequeñas dosis de odio.
-¿Qué tal has dormido?
-De puta madre, ¿no se me nota?
Levantó las cejas con aire inquisitivo. Como si se estuviera preguntando si fingir una risilla estúpida o dejarlo pasar. Le devolví la mirada, pero con un gesto hacia su ojo de supernova. S sabía perfectamente lo que yo quería averiguar y borró su expresión, hasta entonces relajada.

El silencio se apoderó de mi consciencia.


Todo por lo que habíamos luchado murió.

No hay comentarios: