sábado, 25 de junio de 2011

Estertor de Conciencia


Siempre me han maravillado las ideas. Esos parásitos del alma, procedentes de ninguna parte, okupas de la mente.



Todo pasaba muy rápido delante de sus ojos, las imágenes tropezaban una detrás de otra como las piezas de un domino, sólo que en este caso no había lógica alguna. Esta vez el caos reinaba.
Había un hombre, pequeño y de ojos verdes, relucientes como los de un pez, que le ocupaban media cara. Se movía nervioso por la recámara a la que se había visto relevada su conciencia. Su pequeña conciencia, la que sólo era una parte de una mayor. Era un fantasma. Lo sabía porque dudaba de su existencia física, el hombrecillo no era más que una sombra del deseo o la culpa, siempre luchando; debatiendo las metas de todo un pequeño centro de luz del mundo. Una vida.
En el fondo su mente siempre había sido un hervidero de personajes aparentemente inconexos que se manifestaban, a veces sutiles y a veces haciéndolo gritar incoherencias en un súper, al mundo exterior. Todo era posible. Todos los carácteres y virtudes de unn persona se manifestaban en forma de sombras, aullando en la mente, que era una mansión, una ciudad embrujada a veces. Lo físico era una simple proyección de lo sentido. Nada en este mundo es casualidad.
El pequeño fantasma, el hombrecillo de los ojos de pez y de prados acabados de podar, gritaba, arañaba las paredes de ese cuarto blanco ensuciado. Manchaba con la sangre de debajo de las uñas la puerta, chillando por salir, suplicando a ratos. Sabía que nadie lo oiría, pero aún así su misión en el mundo era gritar, rogarle a un o mil Dioses inexistentes por libertad. Sabía también qué estaba suciediendo ahí fuera, podía oler el aroma a muerte y café sin leche. Los cadáveres siempre desprendían ese olor amargo, a podredumbre y carne pasada en cuanto pasaban demasiados días des del estertor de muerte. Y ese aire le ponía los pelos d epunta, lo hacía enloquecer por salir.
Veía como la luz, su pequeña luz, se iba apagando más y más, perdiéndose el ápice de humanidad que podía conservar ese ser mayor al que servía. Su visión se emborronaba cada vez más, estropeando su conexión con la mente principal. Nada es eterno. El hombrecillo sonrío, vislumbrando ya su fin, dispuesto a afrontar la existinción de lo poco que quedaba de él con cierta dignidad e ironía quizá. La oscuridad engullía la recámara; la oscuridad se extendía como una serpiente, como petróleo comiéndoselo todo; la oscuridad se follaba lo poco que quedaba de su alma. Hasta que no quedó nada.

Memorias de las voces y sombras de un asesino inconfeso (I)



1 comentario:

Barba Azul dijo...

huy! me quedo corto de palabras ante tal acierto de genialidad, un escrito impecable... me recordó mucho a ese estilo medio fantasioso y mórbido de Cortázar. un 10.