martes, 22 de marzo de 2011

Estertor de muerte




No tenía claro si el mundo giraba en órbitas o alrededor de tus lunares. Habría jurado cualquiera de las dos.
El polvo se acumulaba en su mente y telarañas empapaban su mirada. Hacía tiempo que el mundo había perdido la inocencia y no eran más que esqueletos de lo que una vez fue todo un mundo de destellos. De los destellos de tus pupilas, tan profundos que si te miraba por más de dos segundos temía morir ahogada.
Habría jurado que era verano, pero el aire era demasiado fresco y suave como para acercarse a las masas de calor y cerebros quemados propios de la época. No. Tú y ella teníais que haberos conocido en otoño. No podía ser de otra forma.
Y mientras el ruidito de las ojas chocando contra el suelo ensordecía el alma y algunos pobres desgraciados anhelaban lo que una vez fue luz cegadora, tú y ella -pues por mucho que hubiérais querido jamás hubo un vosotros- quedábais hipnotizados en esa clase de nubes bajas que anuncian lluvia sin ceso. Esa tranquilidad que precede a la tormenta, felicidad en estado puro.
Nadie pudo evitarlo.
Cómo podía adivinarse que todos esos instantes infinitos tuvieran un estertor de muerte. Esto es urgente, murmuraste una vez, la eternidad se nos acaba.


El mundo era un lugar bastante frío en esa época, pero ninguno de los dos se había percatado. La juventud y felicidad extremas son la principal causa de todos los vendedores de la ONCE que pululan las calles hoy en día.
Ella sonreía, cosas extrañas de la vida.
Tú sonreías, hay cosas que nunca cambian.
Pero algo tenía que joderlo todo, ¿verdad? Siempre pasa.
Las píldoras de la felicidad hacían que todo fuera maravilloso, como si por una vez pudiérais escaparos de los cuerpos y vidas que tanto odiábais y el cielo se abriera de par en par.
Entonces -sólo otro instante perdido en decenas de horas moribundas, pues el tiempo parecía esperar ser sacrificado por nuestra conciencia-, ella te cogió la mano, y en la curva de sus labios -tan perfectos como siempre, cosas que nunca cambian- adivinaste cierto temor. No era miedo real, ni espanto; como una mezcla suave de tristeza y anhelo, rabia y compasión, a partes iguales.
Taladró su mirada de perturbada en tu mente. Intentó murmurar algo, leíste un "te quiero", de esos estúpidos que se dicen por si acaso. No conseguiste moverte en horas. Sus ojos sin vida seguían clavados en tu alma, perforando, traspasado cualquier amago de privacidad que pudiera seguir existiendo.
Vuestras almas se fundieron esa noche. Y perdiste tu mitad.


Y nunca más la apartó.

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