lunes, 26 de septiembre de 2011

La casa del espejo (fragmento)




El cielo era azul sangre y su alma verde chillón, a juego con la mirada. El mundo le había dejado marca en la sonrisa, ausente. El atardecer jugaba con su pelo, haciéndolo telarañas que se extendían hasta el infinito de tu conciencia y se agarraban a tus sueños e ideas, exprimiéndolos, comiéndose tu mente por dentro, poco a poco. Su vestido amarillo se arrugaba a su paso, frenético. Era sólo una niña. Era sólo el demonio que digiere tus esperanzas una vez que cierras los ojos, la desesperación de tu mirada.
La niña llevaba una bolsa de la compra con un par de barras de pan recubiertas de hongos multicolores. Sonreía a todos los paseantes, pero ninguno de ellos parecía notar su presencia, aunque sí dejaban paso por allí donde estaba ella; como si un sexto sentido se lo dijera. Como si sólo fueran marionetas de un mago loco.
Y así pasó unas cuantas manzanas, rojas y llenas de vida, pues era el centro.
Llegó a la casa encantada al atardecer, cuando los murciélagos empezaban a violar palomas desprevenidas bajo la romántica luz de la luna.
El edificio era viejo, sin ventanas aparentes. Sólo estaba la puerta de entrada, de hierro negro, que conducía a más negrura aún. Tu alma petrolífera.
La niña se adentró, sonriente como nunca. Se sentía segura entre esas paredes mohosas.
Pasó una escalera de dos pisos a punto de desplomarse en la más absoluta oscuridad, guiando sus pasos por instinto. Instinto homicida, quiero decir. Abrió una puerta roja cualquiera, una entre centenares de esa casa que seguramente cambiaba de estructura cada tanto; para pescar y comerse algún curioso inocente. Es un mundo frío; hoy en día no sobran almas para los viejos sacrificios.
La niña se adentró en la habitación, ligeramente iluminada desde ninguna parte. Dejó la bolsa con el pan sobre una mesilla pequeña a su derecha y fue hacia la mesa grande del comedor; unos pasos por delante de ella.
Cuatro figuras negras la presidían, inmóviles.
-Siento haber llegado tarde, había cola.-su voz era dulce, demasiado.
Entonces la niña encontró el intrerruptor de una bombilla desnuda colgando del techo.  La figura más corpulenta hizo un andemán de aceptación, ladenado levemente la cabeza. La niña le sonrió y se hizo la luz, revelando las cuencas vacías, llenas de carne putrefacta, de los cuatro que, aún así, parpadearon repetidamente, como si sus inexistentes pupilas tuvieran que acostumbrarse al resplandor.
Una de ellas, la más grácil de todas, se levantó y se acercó a la niña, con gesto amable. Cogió la blanca y tierna manita que ésta última le ofrecía, y con el principio de ese contacto algo negro y duro, como las ramas de un árbol seco, empezaron a extenderse por la carne y el cuerpo de la niña, que permaneció impasible y contenta.
-Cosas más extrañas se han visto en este mundo.

1 comentario:

Lunática (R.) dijo...

Precioso... Me encantan las imágenes que creas; tienes dentro un mundo realmente curioso (y colorido)
besos