lunes, 16 de mayo de 2011

La carta




Había chispas en el ambiente y sus lágriamas corrían como ríos. La tarde dejaba paso al atardecer y el mundo adquiría una tonalidad mágica, como si cada brío de hierba o cada baldosa del suelo cobrara vida y gritara, más alto que nunca, que todo, TODO era posible.
Pero la tristeza inundaba la estancia, sin agilidad suficiente como para saltar por la ventana abierta. Había leído y releído esa carta, centenares, miles, infinitas veces rezando para que existiera alguna retorcida ley física que hiciera que la tinta se corriera y borrara su dolor. Pero nada de eso ocurriría.
Memorizó cada trazo de boli perfecto, cada falta de ortografía y puñalada trapera. Y lloró un río a cada lado de esos ojos, demasiado parecidos a los del felino que estaba a sus pies. El mundo se le emborronó; había envejecido veinte años en una tarde, o quizá sólo había madurado un poco más, quién sabe. Siempre había sentido que el universo era un lugar triste, pero jamás lo había creído.
Y entonces algo ocurrió. Algo mágico, perfecto; se quedó sin lágrimas. Simplemente no sintió nada. Se levantó del sofá, llevándose al gato y parte de la juventud de su mirada por delante. Fue hacia el balcón abierto, clavando sus ojos en la calle. Estudiando cada desconocido que pasaba por debajo, pequeños mundos extraños. Acercó sus pies, saltando y sentándose a la barandilla.
Merecería la pena morir por esa luz.
Y quiso hacerlo. No habría más recuerdos ni dolor. Así que por una vez siguió su instinto, esa voz interior que no paraba de gritarle que se tirara desde que sus ojos habían bebido de los atardeceres del mundo por primera vez. Su cuerpo caería fugaz, sería una muerte rápida.

Pero lo único que llegó al suelo fue un trozo de papel.

2 comentarios:

Lunática (R.) dijo...

tus entradas me ponen los pelos de punta...

Anónimo dijo...

muy buena...

Bsos