Espero que nunca me busques ni me encuentres. Espero que huyas y no te apartes de mí.
Había una vez una chica con el cabello granate difuso y la mirada gris plata. La chica vivía en un pequeño pueblo costero tan pintoresco que daba arcadas. Nunca pasaba nada; los pescadores salían a pescar todos los días y las panaderas hacían pan y los niños jugaban y el cielo siempre era plata claro. El sitio rezumaba tranquilidad, hasta felicidad opaca, por todos los rincones. Nadie aspiraba a nada, nadie se quejaba de su vida.
En toda la historia del pueblo sólo había salido una persona de allí; hacía más de un siglo un hombre había huido de la calma asfixiante para visitar otros mundos. Al cabo de 20 años volvió con unos 40 años y barba de explorador; la mirada castaño brillante. La gente del pueblo, con recelo y curiosidad, le preguntaron qué había visto ahí fuera, qué maldades y qué vicios había más allá de ese cielo nublado perpetuo. El hombre sonrió, casi complacido, y mostró su lengua; un muñón de carne cortado. Los habitantes de tan calmado lugar nunca más volvieron a dirigirle la palabra al hombre, horrorizados para siempre. Con el tiempo la historia pasó a ser una anécdota. Con más tiempo una leyenda y por último un cuento de niños para disuadir a cualquier mente más precoz de abandonar esas cuatro calles y playa.
La chica conocía de sobra la historia. Había soñado con ella, meditado, reflexionado, pensado, se había obsesionado hasta límites inimaginables. Un día decidió coger una maleta vieja, llenarla de galletitas saladas y salir en busca de otros horizontes.
Pasaron los años y una mañana de otoña la silueta de la chica reapareció en las calles del pueblo. Ahora era una mujer, de pelo largo y canoso y ojos penetrantes.
Los habitantes del lugar, temerosos de ella, la rehuyeron durante días, semanas y meses. Aún así al chica conservaba la sonrisa de paz que había traído consigo el extraño de siglos atrás. Era una mueca de felicidad casi antinatural, irradiaba júbilo por las pupilas.
Un día, un niño, ahogado en curiosidad, se acercó a la mujer para preguntarle qué maravillas, qué obscenidades y qué juegos había visto allá fuera. Era el único que se atrevió a acercarse a ella después de tanto tiempo, y el último que lo intentó.
Era invierno tarde y el niño se dirigió a la cabaña, más apartada, que pertenecía a la chica. Nadie se acercaba nunca ahí; el niño soñaba con historias de dragones y magdalenas rellenas de chocolate y cachorros y malvados tullidos. Así pues, llamó a la puerta con mano temblorosa. La mujer le abrió en el acto, casi como si lo estuviese esperando. Nada más entrar le ofreció té y le contó al chaval todo lo que quería oír Historias injustas, mágicas, crueles y ordinarias. La mujer tenía una lengua de plata, le relató todo lo que había más allá de las calles de ese pueblo, y luego más allá aún del horizonte. El niño escuchó completamente hechizado toda la explicación, sin darse cuenta de nada más, sin dejar de mirar sus ojos gris profundo.
Cayó la noche y el muchacho se disculpó, pues tenía que volver a su casa. La mujer, cálida como siempre lo acompañó a la puerta, le dio un beso en la mejilla y le prometió más historias y más mágicas la próxima vez.
El niño, lleno de ilusión y con la mente adolorida de tanto júbilo, se giró mientras bajaba hacia su casa para saludar una vez más a la mujer sólo para descubrir, horrorizado, que la mujer, sonriéndole tranquilamente des del rellano, no tenía manos; sólo dos muñones de carne anormales.